COCINA ZEN


La naturaleza del viento es eterno y omnipresente – ningún sitio que no trascienda. Pero aunque la naturaleza del viento traspase el cielo y la tierra, si no empleamos un abanico, aquí no hay viento – Eihei Dogen

Lo que debemos preguntarnos en nuestra práctica es: ¿hasta que punto son todas las palabras, todas las intenciones, todas las promesas, nada mas que mentiras si no las hacemos realidad?. Por lo tanto en el Zen no se trata de pensar sobre las enseñanzas sino que en ponerlas en practica. Esta es la esencia del «Tenzo-kyokun», uno de los principales textos del maestro Dogen. En las instrucciones para el jefe de cocina explica Dogen las formas y el espíritu con el que se práctica en la cocina de un templo Zen. Desde como se lava el arroz hasta como se cocinan los vegetales, en cada acto se practica la atención, exponemos nuestra comprensión y expresamos nuestra gratitud. Por esta razon cuando lavamos el arroz, solo lavamos el arroz. Cuando cortamos los vegetales solo cortamos los vegetales y cuando removemos la sopa, mantenemos la mente y el cuerpo puestos en el remover la sopa. Es esta la manera gracias a la cual al practicar dentro de una cocina Zen nos encotramos con nuestro espíritu original.

Así la cocina Zen alberga varias propuestas para exponer nuestra comprension del Dharma, hecho que comentaremos en los proximos posts de este blog donde trataremos la práctica de la cocina Zen a partir de la perspectiva de los cinco elementos.

Hasta entonces va aquí un fragmento del Tenzo Kyokun donde el maestro Dogen relata su encuentro con un Tenzo. Un encuentro de vital importancia para el Zen Soto.

“Cuando estaba en China, durante mi estancia en el monasterio del monte T´ien T´ung, encontré a un monje llamado Yung. Originario de la región del mismo nombre, era el Tenzo en este monasterio. Un día tras la comida, cuando me dirigía hacia el pabellón de reposo a través de la galería Este, lo vi secando champiñones frente a la Sala del Buda. Tenía una vara de bambú en las manos y no llevaba sombrero. El tórrido sol quemaba el suelo. Iba y venía chorreando sudor, volteando una y otra vez los champiñones con toda su alma. Era un trabajo ingrato y abrumador. Su espalda estaba tensa como un arco y sus blancas cejas parecían un penacho. Me acerque a él y le pregunte:

– ¿Qué edad tenéis?.

– Sesenta y ocho años.

– ¿Por qué no le pedís a un sirviente que haga esta tarea?

– Porque aquello que hace otro no lo puedo hacer yo.

– Veo que os ceñís a la regla de los antiguos, pero ¿por qué hacer esta tarea bajo el ardiente sol?

– ¿Dejarlo para más tarde?, ¿para cuando?

Ya no sabía qué más decirle. Continué mi camino a lo largo de la galería pensando en lo que acababa de decirme el cocinero. Sus palabras me habían tocado el punto sensible y, en el fondo, presentía el gran alcance de esta función.

Llegamos a China a mediados de abril de 1223, pero me quedé algún tiempo a bordo del barco en el puerto de Ch´ing Yüan. Un día, a principios de mayo, mientras conversaba con el capitán, se presentó un monje. Tenía unos sesenta años. El objeto de su misión era comprar champiñones directamente a los comerciantes japoneses que estaban a bordo. Le invité a tomar el té y le pregunté de donde venía. Me dijo que era el Tenzo del monasterio del monte Ayüwang.

– Soy oriundo de la provincia de Szechwan, pero dejé mi pueblo hace cuarenta años y ahora tengo sesenta. Durante todos estos años, he viajado de un monasterio a otro, sin establecerme en ningún sitio hasta el año pasado cuando encontré a Koun Doken, el superior del templo Ku-yün del monte Ayüwang. Vine a visitarle y me quedé cerca de él, descubriendo que hasta ese momento no había hecho más que perder mi tiempo. Al final del Ango (retiro de verano) se me encomendó ser tenzo. Mañana celebramos el quinto día del quinto mes lunar y he visto que no tenía nada bueno para ofrecer de comida. He pensado en hacer una sopa de tallarines, pero no tenía champiñones. Por eso he venido aquí con propósito de comprarlos. Así podré hacer una ofrenda a todos los monjes de las diez direcciones.

-¿Cuándo salisteis del monasterio?

– Esta tarde después de comer.

– ¿A que distancia está el monte Ayüwang?

– Quince o veinte kilómetros.

– ¿Cuándo debéis partir?

– En cuanto haya comprado los champiñones.

– Nuestro encuentro de hoy en el barco se ha debido a circunstancias fortuitas que nos han permitido conversar un momento. ¿No es esto un presagio? Os lo ruego, permitidme invitaros a pasar la noche a bordo.

– Debo volver al monasterio para preparar la comida de mañana. No estaría bien si no vigilara yo mismo la cocina.

– ¡En ese gran monasterio seguramente habrá alguien capaz de cocinar! Seguramente podran prescindir de un cocinero sin que haya un disgusto.

– Esta función ha sido confiada a este viejo. Digamos que es mi práctica de viejo. ¿Cómo podría delegar en otra persona? Por otro lado, no he pedido autorización para pasar la noche fuera del monasterio.

– Vuestra edad merece una consideración, ¿por qué no os consagráis solamente a la práctica de zazen o al estudio de las palabras de los antiguos maestros, en lugar de afanaros tanto como cocinero, sin hacer más que trabajos manuales?. ¿Qué provecho sacáis de ello?»

El cocinero se hecho a reír y me dijo:

– Mi buen amigo que venís del extranjero, ¡todavía no habéis comprendido lo que significa la práctica de la Vía y aún no sabéis lo que quieren decir las palabras y las letras!»

Su inesperada respuesta me lleno de confusión y de vergüenza y le pregunté:
-¿Qué queréis decir con «las palabras y las letras» y que entendéis por la práctica de la Vía?

– Sí no titubeáis en estas preguntas esenciales, os convertiréis seguramente en un hombre de la Vía.

En ese preciso momento, era incapaz de comprender lo que quería decir, y agregó:

– Si no comprendéis, venid un día a verme al monte Ayüwang, examinaremos más de cerca la naturaleza de las palabras y las letras. Se hace tarde, el sol pronto se pondrá, debo darme prisa en regresar.

Se levantó y partió apresuradamente hacia el monasterio.

En julio del mismo año, mientras permanecía en el monasterio del monte Tien-t´ung, recibí un día la visita del cocinero del monte Ayüwang. Me dijo:

– Voy a dejar mi función al final del Ango y tengo la intención de volver a mi región. Cuando supe que estabais aquí, pensé en venir a saludaros.

Estaba encantado de volver a verle y le acogí con alegría. Tras hablar de unas cosas y otras dirigí la conversación a la discusión que habíamos entablado a bordo del barco en relación con las palabras y las letras y con la práctica, y me dijo:

– Una persona que estudia las palabras y las letras debe saber lo que es una palabra o una letra y aquel que se consagra a la práctica de la Vía debe comprender lo que quiere decir practicar.

– ¿Qué entendéis por «las palabras y las letras»?

– Uno, dos, tres, cuatro, cinco.

– ¿Qué es la práctica de la Vía?

– No se esconde ningún tesoro en el universo.

Tras esto hablamos de otros temas que ya no es necesario mencionar aquí.

Si adquirí algún conocimiento sobre las palabras y las letras y comprendí un poco lo que es la práctica de la Vía, fue gracias a la benevolencia de este cocinero.»

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