Cuando estamos navegando en un bote y miramos hacia la costa, erróneamente creemos que es la costa lo que se mueve – Genjokoan
El Budismo es una religión que practica activamente la paz. Una paz que se realiza en el mismo instante en el que tomamos la postura de zazen e introducimos la vista hacia el interior tomando así activamente posición en cuanto a las necesidades del mundo exterior. Una paz que se basa en la búsqueda sin compromisos de la verdad y que por eso es inamovible e omnipresente sin perderse ni por un instante en la ilusión. Y una paz que nos recuerda en todo instante, que aunque todo fluya pacíficamente y sin cesar, careciendo de identidad propia y solo siguiendo la corriente de causa y condición, lo fácil que es perderse en las nubes del autoengaño y la ilusión. Y es que en todo momento lo que hace un instante era una verdad, en cuanto nos apegamos a ella, la verdad se convierte en un dogma que crea un abismo entre nosotros y la realidad. Así se explica que tal vez más allá de la pregunta ¿que es la verdad? la cuestión central en nuestra practica sea: ¿ hasta donde sabemos practicar la verdad?, ¿hasta sabemos practicar la verdad absoluta dentro del mundo concreto y material?
Este es un punto que queda en evidencia sobretodo cuando en nuestro sufrimiento nos aferramos a la verdad. Cuando hacemos de la verdad un ideal que hay que defender, comenzamos a luchar y en función de esta lucha estamos dispuestos a manipular la verdad . Cuando estamos dispuestos a sobrepasar hasta los votos más sagrados porque la causa justifica los métodos y porque para madurar se requiere ser fuerte e incluso estar dispuestos a engañar. Pero si mentimos en nombre del bien ¿hasta que punto conserva el bien su credibilidad?. Y si les enseñamos a nuestros hijos que hagan lo mismo convencidos de que es nuestra tarea enseñarles a ellos también a luchar por el bien, ¿se duplica entonces también el bien? Una pregunta que nuevamente nos recuerda la omnipresencia de la ley de causa y condición que nos indica: no es posible engañar a otra persona sin engañarnos a nosotros mismos. Una conclusión de inminente importancia tal vez no solo para el Budismo Zen y que nos recuerda que si no practicamos la atención en todo instante, la verdad se convierte fácilmente en un dogma y el dogma no solamente que diferencie entre el bien y el mal y se preste de esta manera como instrumento eficiente para practicar el poder sino que nos lleva a juzgar y donde esta el juicio cerca esta también el castigo. ¿Y que mejor que el castigo para imponer un código moral? Así es como hasta lo más puro se convierte en un veneno para la propia creencia o la propia religión. Un proceso que se puede observar detalladamente sobretodo cuando se personaliza el mal.
Si miramos hacia la historia podemos observar que existen números ejemplos para este actuar. Ejemplos que en primer lugar nos quieren decir que personajes como Hitler o Stalin fueron demonios y no personas como tú y yo. Pero asumiendo el carácter dualista del pensamiento humano ¿no existe en cada uno de nosotros potencialmente un dictador? O como explicar sino el hecho de que miles y millones de personas han apoyado activamente a todo dictador o han apoyado pasivamente sus decisiones?. ¿O era tal vez la presión de la mayoría lo que permitió cometer el mal?. Mas allá de responder estas preguntas a través de los hechos históricos, a partir de la pregunta inicial ¿hasta donde sabemos practicar las verdades?, tal vez sea lo mas importante observar que al diabolizar o personificar el mal deponemos nuestra propia responsabilidad: fue Stalin, fue Hitler, fue la presión de la mayoría, fueron los demás. ¿Pero podría haber surgido algún dictador sin el consentimiento de los demás? Y más allá ¿quienes son los demás? ¿No son los demás también el Yo?
Así podemos observar como lo que hace un instante era la verdad absoluta, en cuanto nos apegamos a ella, la verdad se convierte en un dogma que crea un abismo entre nosotros y la realidad. Un Dogma que se instala fácilmente en nuestro pensar y que implica intolerancia, una intolerancia que nace de la ilusión de la separación, y que se detecta fácilmente porque la intolerancia siempre esta convencida de que las cosas están bien o mal en función de si están alineadas o no con nuestra visión. Los demás son buenos o malos siempre en función de si se comportan de acuerdo a nuestra conciencia moral. Y la enseñanza de que percibimos todo desde nuestra percepción selectiva , de que vemos la luna llorar o reír en función a nuestro estado de animo personal, no es aplicable solamente a la moral si no que también a la ética. Aquella ética que proviene de la palabra griega ethos, que significa „modo de ser, „carácter“ y que implica la predisposición permanente para hacer el bien. Y es que hasta lo que pensamos que es el ideal mas puro esta sujeto a nuestra percepción individual y subjetiva que nos conduce a pensar que nuestro ideal, nuestra opinión es la única verdadera. Pero como hemos visto anteriormente ¿no es este el primer paso para entorpecer la convivencia pacifica entre los seres humanos o entre el ser humano y su hábitat?. Una pregunta que nos invita a sacar la conclusión, que por puro que sea nuestro ideal, la discriminación, el dogma y la intolerancia, son condiciones elementales del idioma y del pensar. Y una pregunta que nos indica que si queremos de verdad realizar la paz, lo primero que debemos hacer es introducir la mirada hacia el interior.
Así, practicamos a través de zazen activamente la paz y cuando estamos sentados en Zazen, confiando solamente en la misma postura que el Buda, dejando pasar toda formación mental, entonces vemos más allá de la opinión personal, más allá de la emoción y más allá de la consideración. Abandonamos todo lo profano y todo lo sagrado y abandonamos el marco intelectual de la mente, entrando en el estado bodhi como dice el maestro Dogen en el Shobogenzo Bendowa. ¿Como no podría este estado activo de paz universal no estar más allá de cualquier concepto de ética, o de moral?